lunes, 28 de septiembre de 2015

Al caer la noche en Madrid

La Plaza de Canalejas siempre había sido el lugar idóneo para que Roberto y sus amigos fuesen a tomar una cerveza después del trabajo, a eso de las ocho y media de la tarde.

El verano había terminado hace semanas y la obscuridad caía sobre Madrid sin piedad alguna. A Roberto y sus amigos les daba lo mismo. Les gustaba el sol pero mucho más la noche. Les inspiraba, les agradaba, se sentían mejor.

Como cualquier viernes, la pandilla bajó caminando desde Colón, por Recoletos, pero en esta ocasión siguieron caminando hasta Atocha. Algo les llevó hasta la calle Cenicero. Allí, dentro de un antiguo teatro, llamado ahora "Aguijón", se solía asomar una misteriosa mujer, en el segundo piso, siempre fumando y observando a quienes paseaban por la estrecha calle Cenicero. Con un discreto lunar en la mejilla derecha y una enorme melena castaña, nunca vivió en otra ciudad. La pandilla no se libró. Roberto y sus tres amigos contemplaron a la observativa mujer, y ninguno de ellos dijo nada. Sandra, que así es como se llamaba la pálida dama, lo dijo todo con la mirada clavada en cada uno de los cuatro muchachos, uno por uno. Esa mirada de luz rojiza les fue manipulando como a trapos. Todos ellos sabían lo que debían hacer: salir por la primera calle a la derecha, cruzar el Paseo del Prado y subir la cuesta hasta el monumento situado a casi setecientos metros sobre el nivel del mar en Alicante. Las puertas de hierro, permitían el acceso a pesar de la hora que era. El monumento, tan bello como diabólico, les diría si debían seguir juntos, pues ellos eran cuatro jinetes nocturnos que no disponían de reglas a la hora de moverse por Madrid. No necesitaban los caballos de los que dispusieron. Sólo buscaban calmar su sed de crímenes imperdonables, y ese era el momento de seguir infundiendo terror o dar una oportunidad a los ciudadanos. La policía era pecata minuta para ellos. El pacto era lo importante y, algo con serpientes enroscadas en sus piernas, decidiría. Al tiempo, el cielo avisaba a los transeúntes de la Plaza de Canalejas que la pandilla volvía a estar cerca de las hazañas de fin de semana.






martes, 22 de septiembre de 2015

Próximo al límite

En el primer tren de la noche, ese mismo que iba de Brighton a Londres, Rowan fue pensando cómo anticipar la noticia a su mujer y cómo justificar su comportamiento en los últimos días. Iba solo en uno de los vagones, su reloj se había parado y su teléfono móvil estaba sin batería. Trató de dormir en ese rato, pero no fue capaz. Miró por esa enorme ventana rectangular y lo que pudo apreciar fue un puñado de robles cabelludos ondeando sus ramas como si no hubiese un mañana. Eso le pareció distinguir, eso es lo que quiso ver durante todo el trayecto.

Sus demonios, esos demonios que le perseguían en todos los bosques de sus sueños, estaban ahí fuera. Necesitaba llegar y caminar por su calle, por Lytham Street, pero allí todo era más voluminoso, incluídos esos monstruos de tez verdosa y cuerpos alargados que últimamente iban tras él también en la vida real. Trataban de atacarle, de morder su cráneo con esas bocas gigantes llenas de colmillos y solamente de colmillos. Nuestro amigo necesitaba su medicación, pues era lo único que podía calmarle. Esas pastillas no estaban en su bolsillo, y tampoco en su mochila. Seguía necesitando un paseo por su calle, aunque eso acarrease más agitación. Lo necesitaba, tanto o más que sus pastillas.

Rowan salió de la estación de King´s Cross y allí le esperaba Linda. Por esta vez, se había librado de meterse más de lleno en ese infierno que ya no permanecía sólo en sueños. Linda tenía sus pastillas. Sin embargo, al salir de aquella estación de cubierta metálica y paredes de ladrillo beige por dentro y por fuera, allí estaba ese taxi que no debió coger semanas antes en Camden Town. Era el mismo taxi. Aquella noche de  Camden vino a su memoria. Aquella maldita velada le hizo adicto a la obscuridad y conoció otra diversión y también a sus maléficas figuras tan ficticias como reales, y que ahora eran cada vez más reales si la medicación no entraba en su organismo. Sus sensaciones eran muchas y, antes de comenzar a temblar, Linda estrechó su mano derecha con fuerza y cogió de nuevo las riendas del regreso a casa. Rowan quiso gritar, pero en un repentino esfuerzo de calmarse, encendió un cigarro y vio cómo el taxi se marchaba de allí, sin conductor aparente y también sin puertas, y también sin ruedas. Al bajar la mirada, vio al escorpión que estuvo a punto de asustarle en el tren. El aguijón sin embargo no estaba en sus pies, sino encima de la mesilla de su habitación, esperándole en su casa victoriana de Lytham Street. El aguijón haría de su cuerpo una peligrosa montaña rusa, dado el estado de su nariz y los túneles formados en su cerebro.