sábado, 26 de diciembre de 2015

Sexto copo de nieve sobre hojas por escribir

Su bólido color verde inglés, no pasaba de los noventa kilómetros por hora, no porque tuviese casi doce años, sino porque su dueño había decidido mimar la máquina y con ello respetar los límites de velocidad en la carretera de Burgos. El asfalto, los faros y la noche eran espectadores materiales de una velada realmente intensa.

En el asiento de copiloto, alguien tarareaba la canción de arena y ángeles negros, lo cual no incomodaba al piloto ni le hacía sentir tristeza, sino más bien lo contrario: se sentía tranquilo y poderoso para afrontar esos kilómetros de obscuridad que le quedaban hasta el túnel donde tendría que reducir la velocidad. Allí tendría que notar como su brazo derecho dejaría de estar estrujado de la manera más placentera. Mientras tanto pensaba en frases realmente largas que había memorizado para poder manifestar en voz alta, sin saber que toda improvisación se quedaría corta al llegar.

Había trenes nocturnos a esa hora, pero él nunca dejaba que los vagones llevasen su tesoro por los rieles metálicos que rodeaban la ciudad, pues la campana y el escorpión de noviembre le habían señalado un camino donde sus pasiones eran sagradas. Los dictados, convencionalismos y gestos protocolarios se habían reducido a cenizas y salían al espacio exterior, cayendo sobre esas amargas rotondas de la época de tensión.

Su ansiedad aún le pasaba factura, pues el camino había sido pedregoso. Por otro lado, el aguijón del mes más otoñal  le hizo predecir un fascinante plan frente a la chimenea. No sería algo inmediato, sino para últimos de diciembre, con lo cual el piloto no jubilaría aquel maravilloso clásico de cuatro ruedas, cuyo color se identificaba con la maqueta que guardó en el  área de descanso cinco años antes.


domingo, 8 de noviembre de 2015

De Santander a Newcastle

Nada le obsesionaba más que estar en aquella pulpería de Santillana del Mar. A veces, entraba allí y contaba historias a todos los turistas, arrojando sidra asturiana a diestro y siniestro, algo que los dueños de la pulpería no veían con buenos ojos. Nunca le echaron de allí, pues aquel anciano del nordeste de Inglaterra tenía siempre mucho que contar. No era sidra lo que allí derramaba sino chorros y chorros de palabras interesantes que formaban historias de misterio, todas ellas descorchadas desde la  más profunda inspiración. Hablaba sobre Durham, sobre la abadía de Whitby pero sobre todo de su Newcastle  natal. Sin embargo, todo ello iba llegando a su fin, pues debía volver a Reino Unido  para ocuparse de su negocio. Cierto es que los dueños de la pulpería le habían ofrecido dinero por quedarse a vivir en tierras cántabras, donde tanto orujo y sidra traídos de bien cerca se servían sin cesar después de las pulpadas. Pero él lo tenía claro: el vuelo de Santander a Newcastle era inminente, pues la editorial Aldgate London, con sede cercana a Edimburgo, no podía llevarse sola, y necesitaba de alguien tan puramente loco y espontáneo como él.


miércoles, 21 de octubre de 2015

Las sillas y el sillón

"La niña" hizo todo lo que estuvo en su mano para impresionar a su jefe, a la persona que, por compasión, le había dado una oportunidad en su despacho. Sin embargo, poco a poco, todo fue cayendo por su peso. "La niña" no era ninguna niña, sino un hombre de cuarenta años con una voz bastante aguda. Todos sus compañeros le llamaban "la niña" y él, entre trampa y trampa, jamás lo supo. Él fue ascendiendo hasta donde pudo, nunca en sueldo pero siempre en ser lo que él y sólo él creía: persona de confianza de los altos cargos de la persona a quien quería demostrar sus aptitudes.

Una mañana, en el despacho de "la niña", había un papel que indicaba el final de ese hombre de cuarenta años dentro del bufete: todos sus compañeros habían pactado que debían acabar con él, y más claro que dejarlo escrito...

"La niña" hizo memoria de las personas que habían sido despedidas, fruto de las triquiñuelas de alguien que pagó sus frustraciones familiares dentro del ambiente laboral: enorme error. Así lo vio él en ese momento, pero el escorpión de la vendetta ajena y general recorría su espalda como un aguijón puramente venenoso y despiadado.

La última vez que "la niña" quiso acercar su mechero de medio euro al Montecristo del jefe, tuvo lugar precisamente ese día. La mesa de una persona que había ido ganando enemigos tenía un abrecartas metálico, un montón de papeles con extraños dibujos, un teléfono descolgado y medio cuerpo desplomado y esnsangrentado del empleado del mes. Tenía muchos cortes y una herida mas seria, perfectamente calculada. "La niña" no quiso conocer la cara de la venganza aquel día.





miércoles, 7 de octubre de 2015

Juego peligroso

Esa máquina tragaperras me llamaba desde hace días, pedía a gritos que cerrase el despacho y bajase al bar de Toni para reencontrarme con ella. Sus botones eran mi peor vicio, sus luces mi perdición y, los ruidos que hacía, mi debilidad. Hacía meses que podía hacerme cargo de los gastos obligatorios, meses en los que no era el moroso de mi comunidad de vecinos, pero llevaba trescientos euros en la cartera. Toni me esperaba con un vaso de ginebra y esa maldita máquina me llamaba, yo sentía que me llamaba. Cuando vuelva a casa, decidiré si ceno algo o vendo mi reloj al primero que pase con un escorpión tatuado en el antebrazo, tal vez a ese músico que suele ensayar con su batería en el garage del chalet que hay frente a mi casa.

Siempre pensé que, si viviese en Las Vegas, mi nocturnidad habría terminado conmigo o, por el contrario, con una buena noche habría comprado el Plaza y hubiese vivido de sus beneficios.




lunes, 28 de septiembre de 2015

Al caer la noche en Madrid

La Plaza de Canalejas siempre había sido el lugar idóneo para que Roberto y sus amigos fuesen a tomar una cerveza después del trabajo, a eso de las ocho y media de la tarde.

El verano había terminado hace semanas y la obscuridad caía sobre Madrid sin piedad alguna. A Roberto y sus amigos les daba lo mismo. Les gustaba el sol pero mucho más la noche. Les inspiraba, les agradaba, se sentían mejor.

Como cualquier viernes, la pandilla bajó caminando desde Colón, por Recoletos, pero en esta ocasión siguieron caminando hasta Atocha. Algo les llevó hasta la calle Cenicero. Allí, dentro de un antiguo teatro, llamado ahora "Aguijón", se solía asomar una misteriosa mujer, en el segundo piso, siempre fumando y observando a quienes paseaban por la estrecha calle Cenicero. Con un discreto lunar en la mejilla derecha y una enorme melena castaña, nunca vivió en otra ciudad. La pandilla no se libró. Roberto y sus tres amigos contemplaron a la observativa mujer, y ninguno de ellos dijo nada. Sandra, que así es como se llamaba la pálida dama, lo dijo todo con la mirada clavada en cada uno de los cuatro muchachos, uno por uno. Esa mirada de luz rojiza les fue manipulando como a trapos. Todos ellos sabían lo que debían hacer: salir por la primera calle a la derecha, cruzar el Paseo del Prado y subir la cuesta hasta el monumento situado a casi setecientos metros sobre el nivel del mar en Alicante. Las puertas de hierro, permitían el acceso a pesar de la hora que era. El monumento, tan bello como diabólico, les diría si debían seguir juntos, pues ellos eran cuatro jinetes nocturnos que no disponían de reglas a la hora de moverse por Madrid. No necesitaban los caballos de los que dispusieron. Sólo buscaban calmar su sed de crímenes imperdonables, y ese era el momento de seguir infundiendo terror o dar una oportunidad a los ciudadanos. La policía era pecata minuta para ellos. El pacto era lo importante y, algo con serpientes enroscadas en sus piernas, decidiría. Al tiempo, el cielo avisaba a los transeúntes de la Plaza de Canalejas que la pandilla volvía a estar cerca de las hazañas de fin de semana.






martes, 22 de septiembre de 2015

Próximo al límite

En el primer tren de la noche, ese mismo que iba de Brighton a Londres, Rowan fue pensando cómo anticipar la noticia a su mujer y cómo justificar su comportamiento en los últimos días. Iba solo en uno de los vagones, su reloj se había parado y su teléfono móvil estaba sin batería. Trató de dormir en ese rato, pero no fue capaz. Miró por esa enorme ventana rectangular y lo que pudo apreciar fue un puñado de robles cabelludos ondeando sus ramas como si no hubiese un mañana. Eso le pareció distinguir, eso es lo que quiso ver durante todo el trayecto.

Sus demonios, esos demonios que le perseguían en todos los bosques de sus sueños, estaban ahí fuera. Necesitaba llegar y caminar por su calle, por Lytham Street, pero allí todo era más voluminoso, incluídos esos monstruos de tez verdosa y cuerpos alargados que últimamente iban tras él también en la vida real. Trataban de atacarle, de morder su cráneo con esas bocas gigantes llenas de colmillos y solamente de colmillos. Nuestro amigo necesitaba su medicación, pues era lo único que podía calmarle. Esas pastillas no estaban en su bolsillo, y tampoco en su mochila. Seguía necesitando un paseo por su calle, aunque eso acarrease más agitación. Lo necesitaba, tanto o más que sus pastillas.

Rowan salió de la estación de King´s Cross y allí le esperaba Linda. Por esta vez, se había librado de meterse más de lleno en ese infierno que ya no permanecía sólo en sueños. Linda tenía sus pastillas. Sin embargo, al salir de aquella estación de cubierta metálica y paredes de ladrillo beige por dentro y por fuera, allí estaba ese taxi que no debió coger semanas antes en Camden Town. Era el mismo taxi. Aquella noche de  Camden vino a su memoria. Aquella maldita velada le hizo adicto a la obscuridad y conoció otra diversión y también a sus maléficas figuras tan ficticias como reales, y que ahora eran cada vez más reales si la medicación no entraba en su organismo. Sus sensaciones eran muchas y, antes de comenzar a temblar, Linda estrechó su mano derecha con fuerza y cogió de nuevo las riendas del regreso a casa. Rowan quiso gritar, pero en un repentino esfuerzo de calmarse, encendió un cigarro y vio cómo el taxi se marchaba de allí, sin conductor aparente y también sin puertas, y también sin ruedas. Al bajar la mirada, vio al escorpión que estuvo a punto de asustarle en el tren. El aguijón sin embargo no estaba en sus pies, sino encima de la mesilla de su habitación, esperándole en su casa victoriana de Lytham Street. El aguijón haría de su cuerpo una peligrosa montaña rusa, dado el estado de su nariz y los túneles formados en su cerebro.